La intimidad de Albert
Escuchando: Bach – BWV 527 – Trio Sonata No. 3 – Andante
Hoy hace 50 años que desapareció una de las grandes mentes de nuestra era. Tal día como hoy, desaparecía Albert Einstein, dejando tras de sí una gran estela de conocimientos. Revolucionó toda la concepción del Universo. La forma de ver las cosas. Sólo con demostrar que el tiempo puede ir más deprisa o más despacio, ya es todo un hito. No comentaré sus hazañas. Son conocidas de sobras.
Tuvo dos matrimonios. Ambos un fracaso. Una hija desconocida hasta hace poco que murió de una enfermedad. Albert nunca llegó a conocerla. Como científico fue un maestro. Como persona fue un desgraciado. Vivió para su amor: la física. Todo lo demás, era vanal. Se refugiaba en si mismo y en su física cuando quería evadirse de los problemas. Porque era lo único que le llenaba de veras.
Su primera mujer. Mileva, también fue física. Destacaba por su brillante expediente y junto Albert hacían la pareja perfecta. Se entendían como almas gemelas. Cometían largos paseos por el lago divagando de física. Pasaban extensas tardes en su café preferido. Apenas iba a clase. Tenía un amigo que le pasaba los apuntes -más tarde llegaría a ser un gran matemático-. Para descubrir hay que experimentar. No se hace ciencia entre cuatro paredes.
Pero a medida que pasaba el tiempo, fueron tomando senderos distintos. Se separaron por una gran distancia, llevándose ella a su hija en común mientras estaba en su vientre. ¡Esa distancia que tan ilusos nos vuelve pensando que podemos superarla hasta que puede con nosotros! Al cabo de unos años, se divorciaron.
Albert había avanzado intelecutalmente. Y Mileva tuvo que ocuparse de las tareas del hogar y cuidar de su infanta. Caminos distintos, almas distintas. El científico se prometió asímismo que nunca más volvería a tener una relación pasional con alguien. Ese sufrir era terrenal y no merecía la pena. Debía alejarse de cualquier cosa que lo apartara de su ciencia. Debía rechazar cualquier amago de hacer renacer su interior.
Por aquél entonces ya había demostrado la teoría del tiempo variable y era reconocido a nivel mundial. En medio de la Primera Guerra Mundial, era aclamado por la muchedumbre como un ídolo. Era su consuelo. En medio de una guerra, oír que alguien había descubierto las leyes del universo levantaba la moral. Aclamado.
No obstante, fué encerrándose y cada vez su aislamiento iba al alza. Su aspecto físico se deterioró bastante. Casi no dejaba verse. Encerrado pensando la forma de establecer una ley que uniera el espacio y el tiempo. Pero le faltaban herramientas. Había postulado que el espacio no era rígido y recto. Sino que era curvado. Para que se entienda, imagínese una cuadrícula en el espacio, en todo el espacio. En aquellas zonas del universo en las que la gravedad se acentúa, esa cuadrícula se deforma, pasa a ser curva. No sabía como demostrarlo. Entonces, ese amigo que le pasaba los apuntes cuando iban a la facultad -convertido en matemático- le proporcionó todas las herramientas que le faltaban para terminar su teoría de la relatividad.
Empezó a retomar la relación con una prima. Poco a poco fue ganando en su aspecto. Se dejaba notar la presencia femenina en su vida. Hasta que unos años más tarde se casaron. El segundo matrimonio.
Era el mejor en su campo. Se codeaba con la grande aristocracia. Pero siempre guardaba su simpleza y esa imagen tierna de profesor chiflado. Pero tanto esfuerzo no lograba satisfacerle. No había encontrado una teoría que uniera todos los campos: el electromagnético, el macroscópico, el microscópico y el nuclear. No lo logró.
Su vida privada cada vez era más autista. Hasta tal punto de dormir en camas separadas y no coincidir a solas en ningún rincón. Albert quería sexo fácil. Sin ningún compromiso. Sin ataduras. Quería dedicar su mente a hacer ciencia.
Como ocurrió con el primero, el segundo acabó siendo otro fracaso. Y ya en sus últimos días, se hospedó en la Universidad de Princeton, en una casa alejada del tumulto. Iba y venía cada día a pie. Como si de un ritual se tratara.
Antes de morir, cogió un trozo de papel, un lapiz y empezó a hacer cálculos.
Fué un desgraciado con su vida. O quizás no. Quizás para nosotros sí sería una desgracia. Hizo lo que más le apasionaba. Aunque pagara un gran precio por ello. Pero hacía lo que creía que tenía que hacer. Eso le hacía feliz. Una persona feliz no es desgraciada.
Nuestro paso por esta vida es efímero. No lo perdamos haciendo cosas que poco nos importan.
Albert Einstein
14.III.1879 – 18.IV.1955
Escuchando: Bach – BWV 540 – Toccata and Fugue in F Major